La fotografía que no gustó a García Márquez pero acabó en la carátula de ‘Cien años de soledad’
El mexicano Rodrigo Moya revive una icónica sesión fotográfica que expone una de las facetas más íntimas del Nobel colombiano
Gabriel García Márquez
tenía prisa. Se sentó en uno de los sofás y explicó que necesitaba
tomarse una foto para un libro que le importaba mucho. "Cuando lo
conocí, me cayó gordo", recuerda Rodrigo Moya (Medellín, 1934), el
fotógrafo que asumió el encargo. La sesión fotográfica se realizó el 29
de noviembre de 1966, seis meses antes del lanzamiento de Cien años de soledad.
Las imágenes fueron rechazadas en un inicio, pero eventualmente
llegaron a la contraportada de las primeras ediciones internacionales de
esta obra clásica de la Literatura latinoamericana y se convirtieron en
uno de los testimonios gráficos más icónicos de García Márquez. "Cada
fotografía tiene una historia", cuenta Moya antes de zambullirse en un
océano de 40.000 fotografías, el mar de su legado. Esto es lo que pasó
hace 52 años.
García
Márquez llegó sobre las once de la mañana al apartamento de Moya en los
edificios Condesa, en el centro de Ciudad de México. Estaba serio, la
cámara lo ponía nervioso, cuenta Moya. "¿Cómo quieres la fotografía?",
preguntó. El fotógrafo conoció a Gabo en casa de Alicia, su madre, una
guapa inmigrante antioqueña que mató el hambre de García Márquez, así
como de otros artistas y exiliados sudamericanos, a golpe de
sobrebarriga, sopa de patacones y otras delicias de la gastronomía colombiana. "Hazme un retrato a tu manera", le contestó el escritor.
Moya sacó su cámara, una Mamiya
de doble lente, y sin iluminación artificial empezó a disparar hasta
agotar dos rollos de 12 imágenes cada uno tras una hora y media de
trabajo. "Me costó mucho trabajo moverlo, se quedó sentado todo el
tiempo", cuenta el fotógrafo entre risas. Gabo ya era reconocido, pero
era austero. Traía el saco de pata de gallo que casi siempre usaba,
prendía un cigarrillo y bebía un café tras otro, mientras platicaba con
Guillermo Angulo, un amigo colombiano en común y el maestro que enseñó a
Moya el arte de la fotografía. Angulo, de hecho, tomó la cámara y
disparó en un par de ocasiones, pero como no sabía usar muy bien ese
modelo, la cara de García Márquez salió cortada. Las imágenes no
hubieran sobrevivido en la guillotina de las cámaras digitales, pero era
otro mundo: sin el botón de borrar, ni pantalla para las
previsualizaciones ni Photoshop.
Gabo
tomó la hoja de contactos y empezó a elegir. Una foto en la que sale
con los ojos cerrados mientras exhalaba el humo del tabaco quedó
sentenciada para siempre con un "NO", en mayúsculas. "Hablaba poco, pero
era preciso", dice Moya, mientras pasa el dedo índice sobre la
impresión de plata sobre gelatina. Dos fotos fueron las preferidas de
García Márquez y en las dos sale con una mirada icónica, casi cómplice,
como la de un niño .
La
última palabra, sin embargo, era la del editor, el pintor
hispanomexicano Vicente Rojo, que descartó todas las fotos. "Yo veía a
Rojo como un enemigo de la fotografía", dice
Moya,
en un reclamo sin rencores. "Te cambiaba el encuadre, ponía pintura
sobre las fotos, las ponía de cabeza, era una locura", recuerda el
fotógrafo. Al final, Penguin
eligió una de las imágenes, que había pasado desapercibida por Gabo,
por Rojo y por Moya, para la carátula de la edición en inglés. "Nunca
supe por qué, supongo que son cosas de editores, a la fecha esta foto no
me gusta", reconoce Moya encogido de hombros. La garabateada hoja de
contactos volverá a salir este mayo a la luz en un evento de la casa de subastas Morton en el que se espera que se paguen entre 5.000 y 8.000 dólares.
"El
fotógrafo tiene que captar la esencia de una persona y para eso es
imprescindible que el fotógrafo tenga carácter", explica Moya sobre su
visión de la fotografía, que ha reflejado en decenas de ensayos y en un
archivo fotográfico al que su esposa Susan y él han dedicado los últimos
21 años. En un mundo en el que los fotógrafos eran "entes de segunda
categoría", el joven Moya de 23 años retaba a sus retratados, los miraba
a los ojos y no dudaba en castigarlos con una mala foto. "Si detestaba
al personaje buscaba joderlo un poco, no podía tomar una foto neutra que
dejara de lado mis convicciones", resume sin empacho.
Moya,
que nació en Colombia por un capricho del destino, ha marcado una época
en la fotografía mexicana, pero rechaza la etiqueta de artista. Su
mirada se curtió en una cruzada contra la indiferencia, desde el ángulo
de un hombre de izquierdas, influido como el hijo de un reconocido
fotógrafo y con la obsesión de un apasionado coleccionista de riquezas
marinas. Por su lente pasaron los tripulantes del Granma; un encuentro
inédito entre los acérrimos David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera; John F. Kennedy, Lázaro Cárdenas, Carlos Fuentes y María Félix;
borrachos anónimos hundidos en una cantina, matones de ojos penetrantes
y niñas que sueñan afuera de una juguetería. Miles y miles de
historias, como la de su amigo: un novel escritor colombiano que se
mordía los labios y sonreía tímidamente en vísperas de publicar su obra
maestra. (El País)
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